jueves, 9 de mayo de 2013

Graduada.


Hace cuatro años entre las cuatro paredes que hoy me rodean tomé una decisión, una de esas que ni aún hoy sé si fue la mejor o la peor. Lo que sí sé, es que no podría imaginarme otro camino para llegar hasta aquí, y mucho menos, uno en el que no conociese a quienes hoy comparten mis días.

Hoy sigo recorriendo ese camino que es mi vida, ése que parece que siempre tiene a determinadas personas dentro de su órbita, ése, que también se ha olvidado de otras tantas. Un camino en el que mantuve mis expectativas siempre cerca, como si fueran un tatuaje en la piel para no olvidarlas nunca. Dibujé sueños y mensajes en postis que adornaban las paredes de mi cuarto. Disfruté de cada momento de risa, me reí incluso de lo que quizá no era para reírse, y también lloré. Me quejé de las injusticias, de aquéllos profesores impresentables que aún hoy tienen el privilegio de formarnos, y de la cantidad de trabajos que había que hacer para terminar decorando la mesa del despacho de cualquier profesor. Aproveché los momentos libres y aprendí de aquéllos momentos de estrés. Escribí y escribí, atreviéndome a dejar que alguien me leyera hace no mucho. Se me quedaron grabadas ciertas cosas, como el sonríe, sonríe siempre. Y cambié. Maduré. Aprendí. Lloré. Sufrí. Disfruté. Reí. Y en esos momentos en los que parecía que todo iba a romperse en mil pedazos, me di cuenta de que muchas veces se aprende así, a marchas forzadas, con una lucha entre lo que quieres y lo que realmente sucede. 

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